Saturday, March 22, 2008

CAPITULO 10
¿Por qué me encuentro ahora en la cárcel? ¿Acaso habré matado a alguien o tal vez atizado una paliza? ¿Seré un psicópata racista condenado por agredir a magrebíes? ¿Un violador maníaco sexual? ¿O puede que mi delito se deba a motivos terroristas? La realidad es más simple y aburrida. Aunque no puedo negar que, de alguna manera, mi entrada en prisión se debe a las personas que he conocido, con las que me he relacionado, y las situaciones en las que me he visto envuelto durante toda mi vida. No intento disculparme ni justificarme. Sé que soy inocente del delito por el que se me condenó en esta ocasión, pero soy culpable de otros pecados, los que estoy confesando a lo largo de estas páginas. Tal vez alguien evite cometer los mismos errores que yo.
A lo largo de mi vida había coexistido con las situaciones más radicales. Conocía y llegué a ver como algo rutinario el apreciar el frío contacto de la pistola en mi cintura; de hecho, esa sensación llegó a resultar tan habitual que no concebía salir de casa sin antes acoplarme mi <> de nueve milímetros entre camisa y espalda.
En mi ajetreada juventud sentí en innumerables ocasiones la llamada de la manada, manifestada en las monstruosas palizas que propinábamos a los que no pensaban como nosotros; contribuí a disolver manifestaciones a golpe de bate y percibí el poder que proyectan las armas de fuego cuando, en compañía de otros camaradas, obligábamos a cantar el Cara al sol a militantes comunistas, después de asaltar sus sedes. Es cierto: soy culpable.
También experimenté la adrenalina creciendo en mi interior ante cada bombazo que colocábamos en librerías y locales políticos y conocía todos los prolegómenos que conllevaban estas acciones: preparar cuidadosamente en casa la Goma-2 o el explosivo a base de cloruro potásico, hasta acabar rematando la faena colocándolos en el lugar convenido y esperar, con un pitillo en los labios, que todo saltara por los aires.
He visto a chavales destrozados por palizas, orejas arrancadas de cuajo a golpes de cadena, miembros fragmentados, decenas de navajazos y las macabras piruetas que ejecuta un hombre al recibir los impactos directos de varios proyectiles del nueve largo.
Yo tuve suerte y nunca maté a nadie, doy mi palabra, aunque conocí a no pocas personas con las manos manchadas de sangre. Pero, quizá, las enseñanzas católicas que recogí de mis padres provocaron que nunca llegara a traspasar la línea y que, en el ultimísimo instante, optara por no matar. A estas alturas, sé que no podría vivir con ese peso en mi conciencia y que nunca cruzaré esa siniestra meta.
Hace ya dos décadas que ocurrieron todos estos acontecimientos. Desde el día de la salvaje paliza que le propiné a aquel hombre inocente, al que rematé dentro de la mismísima catedral de Valencia, quedé tan hastiado que prometí no emplear jamás la fuerza sino para defender la justicia; y aun así, en el último extremo... He de decir que cumplí fielmente mi palabra, aunque eso no me exculpe de nada de lo anterior.
Durante los años que ejercí de vigilante, equipado con un revólver del treinta y ocho especial, pude recurrir a éste para solventar conflictos graves, pero no lo hice... Y los hechos hablan por sí mismos. En las múltiples intervenciones que tuve contra delincuentes armados jamás esgrimí el poder mortífero que la ley puso en mis manos.
Siempre he sido una persona sensible, incluso a pesar de mi aparente dureza. Jamás probé droga alguna ni acudí a un burdel. Las drogas y la prostitución no son cosas que cuadren con mis principios. Sin embargo, he vivido una intensa vida amorosa, llena de relaciones largas... Y fue precisamente en una de ellas en donde se juntaron mis males.
Había salido más en serio con un par de chicas a las que siguieron varios amoríos, hasta que en 1988 conocí a Mati; una bonita, trabajadora, dulce e inteligente chica quien, año y poco más tarde, pasó a convertirse en mi esposa. Vivimos tiempos difíciles debido a mi intenso trabajo en Levantina de Seguridad, pero siempre nos llevamos muy bien; convivimos nueve años hasta que el estrés, unido a mi infidelidad, condujeron a la ruptura. De ella me queda una amistad verdadera y una hija que lo vale todo. Su profunda paz interior acabó por apartarme del lado tenebroso de la fuerza.
Mi siguiente novia, Iris Aparicio Tomás, y mi pasaporte a prisión, llegaron en medio de una época de vacas gordas. Éramos la pareja perfecta: nunca discutíamos, nos queríamos mucho e intentábamos hacernos felices; por mi parte, no hubo un solo día, en que no la obsequiara con un presente... al igual que ella también me los hacía siempre que le era posible. Nunca llegamos a convivir: Iris paraba en casa con su familia y yo en un chalé de mi madre a una hora de la capital.
Nos llevábamos de perlas hasta que, como demuestro en el documento adjunto, denuncié a través de mi padre la propuesta ilegal que me hizo su tío, Enrique Tomás Segarra, para traficar con drogas.
Yo había sobrevivido a mis enfrentamientos (a veces armados) con los rojos y antifascistas; a las denuncias motivadas por las peleas y palizas en las que participé; a las amenazas de supuestos <> de otros partidos ultra derechistas, etc., pero esta vez me enfrenté a un hueso demasiado duro.
Merecería todo un libro detallar esos acontecimientos, pero baste decir que la misma fortuna que hizo que en tantas ocasiones saliese absuelto de delitos de los cuales yo era culpable ahora decidió que pagase, y muy caro, por algo que no había hecho.
Mi denuncia retumbó en la familia como una piedra al caer en la superficie de un lago: las ondas se expandían por la superficie llegando a miembros muy lejanos, y a otros implicados en el negocio.
Sé que parecerá una justificación absurda, un intento por defender mi inocencia, pero no es así. Sé que un libro no cambiará la sentencia judicial. Sé que no voy a salir de la cárcel ni a mejorar mi situación penal por estas líneas, sino más bien todo lo contrario. Despertaré más odios y pagaré un precio por cada acusación que dirijo a jueces y policías. Y, además, ya he reconocido que he utilizado la violencia injustamente y que soy culpable de palizas y agresiones violentas injustificadas. Sin embargo, lo sorprendente es que en la sentencia que me ha traído a la cárcel nadie me acusa de haber ejercido esa violencia explícita. Así que no hay justificación posible.
Tras mi denuncia, la familia de mi ex hizo un frente común. Primero intentaron convencerme, luego amenazarme y luego desacreditarme, para que retirase mi denuncia. Después mi novia tuvo que elegir entre su familia y yo, y la decisión no fue difícil. Aliada contra los nuevos enemigos, Iris utilizó su situación en mi empresa en mi propia contra, y lo hizo con gran eficiencia: Su acceso a mis cuentas, archivos, facturas, etc., se lo puso fácil para hacerse con documentación que me era imprescindible, profesionalmente hablando, y que supuso el primer golpe de su familia contra mi denuncia
El segundo era evidente. La mejor forma de desacreditarme era utilizar contra mí el pasado falangista y ultra derechista, que no oculto. Y lo hicieron.
Reconozco que se lo puse bastante fácil al intentar llegar hasta ella por mi cuenta para razonar lo que había ocurrido. Con mi pasado político era sencillo convertirme en un individuo peligroso a ojos de la sociedad. Pero todo iba a ir aún peor de lo que imaginaba.
Los acontecimientos se precipitaron. Rompimos y cada uno de mis intentos por comunicarme con ella para dialogar fue hábilmente convertido por la familia en una denuncia por amenazas, calumnias o acosos.
A estas denuncias de la familia se unieron la de los policías implicados en el negocio que yo había denunciado y, para hacer leña del árbol caído, a la cascada de acusaciones se unieron algunos de los viejos camaradas que me la tenían guardada hace años, como José Luis Roberto.
Al no conseguir comunicarme con mi ex novia para solucionar los trastornos que habían supuesto a mi empresa los documentos que ella robó al dejarla, me vi obligado a interponerle una denuncia. Ella respondió poniéndome inmediatamente otra por acoso; eso sí, con todo el apoyo de su familia mafiosa y sus contactos policiales en una de las comisarías más corruptas de España: la comisaría de Abastos en Valencia. Y empezó mi cacería. Fui sometido al placaje más brutal. Amenazas a mi familia, seguimientos y, por fin, la detención a cargo de los funcionarios de dicha comisaría. En ese momento ignoraba que dichos funcionarios, entre los que estaba el inspector Almagro, estaban siendo investigados por un sinfín de irregularidades y delitos. Yo no era su primera víctima.
A mis denuncias y las de un detective contra los policías de la comisaría de Abastos, se sumó la agresividad, cada vez más latente, que los miembros del grupo dirigían contra nosotros. Un día recibí una llamada.
-¿Es usted Juan Manuel Crespo?
No conocí la voz, aunque supuse que sería otra intimidación de cualquier agente de los habituales.
-Sí, ¿quién es esta vez?
-Verá, soy Joan Cantarelo... un periodista de Interviú. Estuve hablando con Juan de Dios y me comentó que estabais recibiendo amenazas de algunos miembros de la comisaría de Abastos, ¿es cierto?
-Sí, es tal y cómo te lo ha contado.
-Verás, estoy realizando un reportaje de investigación sobre esa comisaría, ¿Sabes que es la segunda de España con mayor número de denuncias contra sus agentes?
-No, ignoraba ese detalle.
-Pues así es. De hecho, un gran número de policías de Abastos están involucrados en detenciones ilegales e incluso por tráfico de drogas.
Al escuchar esta segunda aseveración abrí los ojos como platos y mi mente comenzó a razonar a mil por hora, atando cabos que podrían explicar el acoso que estaba padeciendo.
-¿Has dicho tráfico de drogas?
-Sí... Verás, el motivo de mi llamada es el siguiente: había pensado acceder a la comisaría haciéndome pasar por amigo tuyo para solicitar información sobre tu causa y el motivo de tu detención; pienso llevar una cámara oculta y grabar sus reacciones y comentarios sobre las denuncias que has presentado contra ellos... pero, claro, precisaría de tu autorización.
-Por mi parte lo veo perfecto. Oye, ¿no irán a pillarte?
-Espero que no. Bueno, haré eso y te informaré del resultado.
Esa misma tarde recibí una llamada con número oculto. Descolgué pensando que sería el periodista, pero se trataba del inspector Almagro.
-¿Quieres joderme? ¡Eh, cabrón! ¿Quieres joderme con la prensa? ¡Lo tienes claro, chaval! ¡Cuándo te pille no te va a reconocer ni la madre que te parió!
No dejé que siguiera amenazándome y colgué el móvil; posteriormente supe que cuando Cantarelo preguntó por mí, lo cachearon y descubrieron la cámara; pensaron detenerlo, pero al identificarse como periodista sintieron miedo y lo dejaron ir. Ahora iban a por mí a saco.
Las denuncias seguían lloviendo; las últimas se referían a unas cartas mecanografiadas que mi ex afirmaba que le llegaban constantemente y donde se vertían amenazas; jamás mandé ni una sola de las que dijeron recibir; únicamente al principio remití dos o tres manuscritas solicitando a buenas lo que era mío.
A principios de junio volvió a detenerme la policía cuando circulaba en coche cerca de mi casa. En esta segunda detención me acusaban de quebrantar la orden de alejamiento que prohibía acercarme a menos de doscientos metros del domicilio de Iris, pero la misma se produjo a varios kilómetros de su vivienda y muy próxima a la de mi ex mujer, que es a donde yo acudía para recoger a mi hija. Entonces se sacaron de la manga una nota mecanografiada y dijeron que atestiguarían que me habían observado colocarla en su automóvil, con lo cual supuestamente yo habría quebrantado la orden de no comunicarme. Todo se trataba de una maniobra más falsa que Judas, pero la sorpresa vino cuando el agente de la comisaría de Zapadores que me detuvo resultó ser un viejo conocido mío al que solamente trataba por teléfono debido a mi trabajo; al identificarme se sorprendió.
-¡Joder, no sabía que eras tú! La putada es que ya he comunicado al juzgado de guardia tu detención y ahora no puedo hacer nada... de haberlo sabido antes, no te hubiera detenido. ¡Pues no sé que has hecho…! Pero te advierto que el dispositivo que hemos realizado para detenerte viene desde muy arriba. Ignoro a quién le has tocado los cojones de esa manera, pero ándate con cuidado que van a por ti.
Esta afirmación me hizo comprender que mis veladas denuncias ante fiscalía contra colegas suyos habían topado con alguien importante que quería callarme la boca a toda costa. ¿Cómo podrían haberse filtrado mis revelaciones?
El agente, del grupo de Zapadores, se comportó como un señor y permitió que mi hija viniera a verme un buen rato e incluso que saliera a tomar un refresco con ella sin vigilancia policial, un gran favor máxime tratándose de un detenido bajo su custodia. Aunque, desde otro punto de vista, se trataba de una postura normal, máxime cuando tenía la certeza de que lo mío era una trampa muy bien orquestada.
Una vez en el juzgado, <> estaba de guardia el mismo juez que la vez anterior y amplió la orden de alejamiento de doscientos a mil metros; del mismo modo, ordenó el ingreso en prisión eludible bajo pago de una fianza de doce mil euros. Como evidentemente, no llevaba ese dinero encima y se trataba de un sábado, entré en prisión un par de días hasta que mi familia depositó ese importe. Salí en libertad y me propuse poner punto y final a tan truculenta historia de horror.
Al salir de la cárcel me encontré con una desagradable sorpresa: el juzgado que desde el principio llevaba la causa contra mí era el de Instrucción número dieciocho y el juez no encontraba muchos indicios de delito. A lo sumo, y basándose en las acusaciones policiales, un quebrantamiento de la orden de alejamiento que llevaría aparejada una multa... Pero el sumario apareció en el juzgado de mi vieja amiga: Josefina Tarodo Ortí, aquella que años atrás me condenó absurdamente en el único juicio que he perdido en mi vida; la misma que sentía un odio visceral hacia todo lo que significara Levantina de Seguridad o ultraderecha y que, para colmo de las casualidades, era vecina e íntima de unos tíos de la denunciante. Esta jueza consideró como delitos de lesa humanidad lo que su colega contemplaba como faltas.
Asesorado por mis abogados, decidí desplazarme al nuevo juzgado y permanecer en él durante todo el tiempo que permaneciera abierto, hasta que la juez descubriera una solución a mi problema. Así lo hice: por las mañanas madrugaba y me instalaba en los bancos de la entrada hasta que cerraban… del mismo modo un día tras otro, pero no sirvió de nada.
Las cartas mecanografiadas seguían llegando, aunque menos que antes, e incluso salió mi ex en la televisión autonómica diciendo textualmente: <>.
Roberto se sumó al carro de la prensa tomándose la revancha que me guardaba desde que mi partido lo abandonó; la policía de la comisaría de Abastos prosiguió atosigando a mi familia cada vez más insistentemente y siguieron las llamaditas anónimas coaccionando a mis clientes para que rescindieran los contratos conmigo. Pero esa absurda e injusta situación provocó que todos los empleados, amigos míos y de ella, así como los responsables de las empresas con las que trabajaba, se posicionaran de mi lado.
-Te han cogido como cabeza de turco no sabemos por qué -coincidían en señalar.
¿Pero quién ponía tanto interés en azuzarles? A fin de cuentas, no había pasado nada más que lo descrito: nunca existió violencia ni conatos de la misma y todo se debía a unas cartas mecanografiadas que cualquiera podía haber escrito. No tenía sentido.
El 19 de junio seguía sentado en el juzgado, como todos los días, cuando un amigo me informó que mi ex estaba poniéndome a caer de un burro en la radio autonómica; al finalizar la emisión llamé a Radio Nou y me invitaron a acudir al día siguiente. Así lo hice y el 20 permanecí durante una hora en directo, en un programa presentado por el popular periodista Ximo Rovira y que contaba con la presencia de Jerónimo Boloix, inspector de policía retirado y habitual en esos debates. Solo los tres cara a cara. Y, por línea telefónica, nos acompañó mi bella denunciante.
Me defendí de las imputaciones y culpé a algunos policías de Abastos de hostigarme, acosarme y amenazarme. Tras escuchar mi versión, probada con numerosa documentación, Ximo me dio públicamente la razón y aconsejo a mi denunciante que la solución perfecta pasaba por sentarnos los dos frente a un abogado para solucionar los problemas. ¡Que era justo lo que pedía yo! Posteriormente me entrevistó la televisión valenciana.
Al salir de la emisión, conecté el móvil y encontré tropecientas llamadas perdidas de la comisaría de Abastos. Al inspector Almagro no debió de gustarle lo que dije sobre él... o puede que alguien se hubiera puesto nervioso al ver que empezaba a declarar públicamente contra ciertos agentes… ¿Y si me atrevía a contar pormenores de otras situaciones más graves?
A lo largo de todo ese día y el siguiente recibí avisos amenazantes del entorno familiar de mi ex novia y de la policía.
Ahí no quedó el asunto. A casa de Paco, mi amigo guardia civil, acudieron cinco personas armadas y ocultas con pasamontañas que huyeron cuando la mujer de éste avisó a la policía. Un coche alquilado a la empresa AVIS, que utilizábamos en mi empresa para visitar clientes y que tenía estacionado frente a mi despacho, fue destrozado a golpes; y la tarde del 21, un grupo de enmascarados, probablemente los que amenazaron a Paco, me esperaron en la puerta de casa de mi hija y me persiguieron por la calle esgrimiendo pistolas automáticas y porras, hasta que pude refugiarme en el coche y salir a toda pastilla hacia la comisaría de Zapadores. Eso no evitó que abollaran el vehículo y que me llevara un par de trancazos en piernas y espalda. No lograron hacer uso de las armas porque la calle estaba llena de personas que acudían a recoger a sus hijos al colegio. Mientras conducía recibí una nueva llamada: <>.
Todos estos hechos, incluida la llamada, los denuncié la tarde de 21 de junio de 2002 en la comisaría de la policía nacional de Zapadores, en Valencia. Lo que no dije al agente que me tomó declaración es que entre los atacantes reconocí claramente a uno de los policías de Abastos que participó en mi primera detención. ¿Cómo iba a denunciarlo ante sus colegas?
Esa misma noche, mi madre estuvo recibiendo amenazas telefónicas, ininterrumpidamente, por parte del jefe del grupo, hasta las dos de la madrugada... al igual que mi ex mujer. Al final, harto de esa situación de pesadilla, marqué el número de comisaría y pregunté por el responsable. Me contestaron que a esas horas no quedaba nadie.
-¡Alguien quedará! ¡Acaban de llamar a mi familia desde este mismo número hace menos de un minuto! -exclamé airado.
En pocos segundos una voz distinta preguntó quién era yo.
-Soy Juan Manuel Crespo, ¿Es usted el inspector Almagro?
-No, Almagro no lleva ya este caso... soy su sustituto.
-¿Qué coño quiere, que no dejan en paz a mi familia?
-Le queremos a usted. Tiene que venir inmediatamente para que procedamos a su detención.
-¿Y eso por qué?
-Usted ya lo sabe.
-No tengo ni idea. ¿Qué ocurre, no le gustó lo que dije sobre ustedes? -inquirí.
-Si no viene inmediatamente, volveremos a molestar a los suyos -amenazó.
Quedé en pasar antes del viernes y telefoneé a mi nuevo abogado, Juan Carlos Navarro, para ponerle al día. Viendo el cariz que tomaban los hechos, un par de días antes opté por contratar a este conocido penalista valenciano.
-Esto es un absurdo y hay que ponerle fin. Mañana hay huelga general pero los juzgados trabajan. A las diez en punto nos vemos en la entrada -señaló.
A la hora marcada acudí. En seguida reparé en Juan Carlos.
-La jueza está ocupada, pero he hablado con ella y nos atenderá en media hora -indicó.
Marchábamos a tomar un café para matar el tiempo, cuando dos hombres nos interceptaron a la vez que mostraban placas de policía:
-Queda detenido -señaló escuetamente uno de ellos-. No intente resistirse o ya sabe... -añadió mientras enseñaba disimuladamente la culata de la pistola que llevaba al cinto.
-¡Hombre...! -exclamé irónicamente-. Pensaba que hoy ustedes no trabajarían... ¿O es qué no tenían nada mejor que hacer que ir a por gente honrada?
Me condujeron a la comisaría, en donde me negué a prestar declaración. Al día siguiente fui trasladado al juzgado de guardia para comparecer ante el juez.
Cuando llegó mi turno, dos agentes uniformados me sacaron de los calabozos y, después de esposarme, me subieron al juzgado. Allí estaba esperándome mi letrado; al verme, se acercó y dijo:
-Ha estado hablando conmigo la abogada de la otra parte... quiere hacerte una proposición, yo que tú la escucharía.
Instantes después se aproximó la letrada. Yo la conocía por coincidir, por la misma causa, en alguna otra ocasión. Pidió permiso a los policías que me custodiaban para parlamentar conmigo y expuso:
-He estado hablando con la jueza y la fiscal durante un buen rato y hemos decidido llegar al siguiente acuerdo: como no existen agresiones ni violencia y en todo caso de lo que se le podría acusar es de amenazas, la fiscal está conforme en que si retiramos las denuncias ella no actuará de oficio y usted quedará libre. Además, llamaré a la familia de esta chica y su madre le restituirá lo que su hija cogió sin querer...
-¿La documentación?
-La documentación y el dinero. A cambio, tiene que comprometerse a retirar la querella que presentó y a no mover más las cosas en relación con su tío. ¡Bueno! ¿Qué hago? ¿Los llamo y se acaba todo?
Me quedé inmóvil mirando seriamente a sus ojos y le dije, pausadamente:
-Escuche, los papeles que cogió... a estas alturas me importa un bledo que los devuelvan, porque ya es tarde para solucionar ese lío de Hacienda y de la Seguridad Social; que sus clientes entreguen lo que me pertenece no es un favor... es lo que deberían haber hecho desde un principio. Pero... ¿quién va a compensarme por los perjuicios morales y económicos ocasionados? ¿Y por los meses que me han hecho pasar? Llame a sus clientes y dígales que no hay trato, que de la cárcel saldré y que la justicia se encargará de poner los puntos sobre las íes.
Mi decisión cayó cómo un jarro de agua fría. En verdad he de decir que no pensé que estaría más de una semana en la cárcel e incluso que ahí estaría más seguro que en la calle; además, soy excesivamente orgulloso y cuando tengo razón, voy hasta el final, cueste lo que cueste.
Tras una breve vista oral y viendo que no habíamos alcanzado ningún acuerdo, la jueza decretó mi ingreso en prisión. Comenzaba el 23 de junio de 2002 y España entera seguía pendiente de los resultados de la huelga general convocada en la jornada anterior. Para mí comenzaba una larga pugna en la que trataría de demostrar que se había perpetrado un colosal error y para hacer valer a la justicia.
-Pase aquí y desvístase -dispuso el joven funcionario de prisiones, al tiempo que abría una puerta de hierro repintada de un avivado verde oliva.
Atendí la orden y penetré en el cuartucho. Remisamente, ante la mirada inquisidora del <>, fui quitándome, una a una, todas las prendas que me cubrían, hasta quedar en ropa interior.
-¿No piensa quitarse los calzoncillos? -interpeló el carcelero.
Tragué saliva y procedí a quedarme totalmente desnudo ante aquel desconocido que me observaba con tanta indiferencia y un gran sentimiento de impotencia y rabia comenzó a invadirme.
-Vaya hacia la pared, abra las piernas y flexione el tronco hasta el suelo -ordenó.
Satisfice su mandato, mientras sufría un profundo bochorno ante aquella situación tan desagradable. ¿Cómo podía ser posible que eso me estuviera pasando a mí? No hacía mucho, menos de una hora, estaba sentado frente a la jueza en su despacho y ahora me hallaba en pelotas frente a un extraño que se entretenía en revisar cuidadosamente mi ropa.
Mis sueños se habían esfumado de golpe: el incipiente negocio, los proyectos de expansión... Lo tenía todo: familia, amigos, una hija estupenda, buen trabajo, excelente coche... ¿Qué me quedaría después de esto?
-Entre ahí y dúchese -indicó señalando hacia un recinto en donde un par de oxidados grifos pendían del techo.
-Por favor, ¿podría proporcionarme una toalla y jabón?
-¿Cree que está en su casa? ¡Venga, dúchese y salga en un minuto... no tengo todo el día! Y si quiere secarse, utilice la camisa.
Seguí las indicaciones y me quité, bajo el frío chorro, el desagradable olor de los calabozos. Tras vestirme, me encerraron en una celda repugnante, llena de pintadas, cucarachas y manchas de sangre por las paredes, donde pasaría mi primera noche junto a un sicario colombiano. Un par de días después transité al módulo dispuesto a convivir con el resto de presos.
La vida en la prisión es, sencillamente, insoportable. Para que el lector pueda hacerse una idea, supone pasar instantáneamente de la vida habitual con tu trabajo y gente, a una inmensa y tétrica casa del Gran Hermano, donde convives con los protagonistas de los sucesos de los últimas décadas. Aquellos personajes que salieron en los titulares informativos comienzan a formar parte de la vida cotidiana. Los primeros días son los peores, hasta que te acostumbras a los nuevos

vecinos y eliges amigos; no se tarda mucho en comprender que detrás de esas fachadas existen personas que sufren y sienten... quizá no todos, pero sí la mayoría.
Porque en las cárceles se junta gente de todo tipo: desde el psicópata que asesinó a
su familia hasta el abogado que provocó un accidente de tráfico y que, por no llamarse Farruquito, se enfrenta a varios años de condena.
Policías, médicos, empresarios, trabajadores normales que algún día cometieron un error, en ocasiones insignificante, comparten espacio con delincuentes profesionales, yonkíes robabolsos y miembros de ETA. Personas que ingresan por quebrantar órdenes de alejamiento o impago de multas juegan al dominó con sicarios y atracadores. Es el absurdo mundo de la prisión.
Desde el principio tenía esperanza de salir rápidamente y así me lo confirmaba mi abogado cada vez que venía a visitarme.
-La jueza me ha dado su palabra de que antes de irse de vacaciones te dejará libre. Realmente no has hecho nada, pero conoce tu pasado y quiere cubrirse las espaldas; así que antes de agosto saldrás a la calle.
-¡Agosto! ¡Pero si queda un mes y medio!
-El tiempo pasa rápido; además, cinco semanas es muy poco... Ten paciencia y ve pensando en lo que harás este verano con tu hija.
La visita de Juan Carlos Navarro me dejó hundido... ¡Mes y medio!
La cárcel no ofrecía muchas elecciones, aparte de andar por el patio como animales enjaulados de un zoo y con idéntico resultado... ¡Todo el día caminando para no llegar a ninguna parte! Mi única ilusión consistía en hablar con mi hija, pero eso no era sencillo. La dirección autorizaba dos llamadas al mes de cinco minutos cada una, aunque los carceleros les permitían alguna extra a aquellos que colaboraran en la limpieza de las instalaciones; así que, cada vez que abrían las celdas, yo corría a coger escoba y recogedor para barrer el sucio cemento. A la semana me enteré de que el centro editaba una revista mensual y precisaban colaboradores; rellené una instancia y tuve la suerte de que me admitieran. Eso implicaba un triunfo: salir diariamente del módulo y conocer nueva gente. Simultáneamente inicié un nuevo trabajo que consistía en repartir la comida al resto de mis compañeros. Aunque no pagaban nada, la cuestión consistía en estar ocupado.
Entre pitos y flautas llegué a finales de julio; fecha en la que, en teoría y según la juez, saldría en breve. En mi casa se preparaban contentos para ese día y planificaban las vacaciones.
Llegó la fecha prevista y estaba impaciente esperando que me llamaran para salir. Al mediodía, y con el corazón en un puño, solicité permiso al funcionario para telefonear a mi ex mujer para que me informara del resultado de la vista.
-Mati, soy yo... ¿Te ha llamado Juan Carlos? ¿Sabes algo? -solté atropelladamente.
El doloroso silencio detrás de la línea indicaba que algo no iba bien.
-Hola, Juanma. Acaba de telefonearme tu abogado... La jueza ha denegado la libertad -pronunció intentando disimular los sollozos.
Al escuchar esa frase sentí una impotencia infinita y un horrible pesar.
-No te preocupes, Juanma, he quedado con Juan Carlos dentro de cinco minutos en el Juzgado. Hablaré con la jueza para que nos dé una explicación.
Noté un tremendo pesar en el tono de su voz. Tenía suerte de contar con alguien como ella a mi lado.
Posteriormente supe que acudió al despacho de la jueza y que ésta accedió a verla si la acompañaba un abogado.
-Entiendo su preocupación –le explicó a Mati-. Realmente no ha hecho nada para estar en prisión, pero no quiero sufrir riesgos innecesarios y aventurarme a que a esta chica pueda pasarle algo. Mire, existe una solución: si su ex marido acepta ser tratado durante el verano por un psiquiatra, no tengo ningún inconveniente en dejarlo en libertad condicional tan pronto yo vuelva de vacaciones... Evidentemente, siempre que el informe descarte cualquier tipo de peligrosidad.
Así quedó el asunto. Mi familia, destrozada, se movilizó buscando un psiquiatra experto en estos problemas. En pocos días el juzgado autorizó a don Rafael Muñoz Conde para que me atendiera en prisión.
El psiquiatra me visitaba varias veces por semana; se trataba de un buen perito que años atrás estuvo preso por sus ideas políticas contrarias a Franco. En seguida reconoció que no entendía cómo podían haberme ingresado en prisión basándose únicamente en denuncias sin consistencia.
-Les da miedo tu militancia ultra. La jueza hizo mucho hincapié en ese tema.
Para mitigar un poco ese temor, negué haber participado en acciones violentas durante mi afiliación política. ¡Total, de eso hacía veinte años y con el tiempo la gente cambia! Sin embargo el estigma fascista te acompaña para toda la vida.
A principios de septiembre, y después de un concienzudo trabajo por parte del profesional de la psiquiatría, éste llegó a las siguientes conclusiones: yo no presentaba ninguna patología psiquiátrica y no se apreciaban síntomas ni signos que pudieran presagiar comportamientos violentos hacia mi ex compañera, y añadía: <>. Igualmente matizó con lo siguiente: <>.
Una vez presentado el informe sólo faltaba que la jueza cumpliera su palabra, pero no lo hizo y sus mentiras cayeron como una pesada losa sobre los míos.
Mi padre continuó concurriendo a la fiscalía para intentar profundizar en las denuncias presentadas.
-Tu hijo dispara muy alto -señaló Luis Beltrán-. Seguiremos las investigaciones, pero debes saber que es una indagación ardua y no caerán todos los que son.
Mi progenitor intentó que emitieran un informe favorable para facilitar mi puesta en libertad, pero Beltrán se opuso.
-No interesa hacerlo, he estado viendo el sumario y no existen motivos para retener a tu hijo demasiado tiempo. Si realizáramos un informe positivo, la familia de esta chica podría suponer que habéis puesto una denuncia y fastidiarnos el operativo.
Mi padre comentó la relación de amistad entre la jueza y otro familiar de la denunciante, pero el fiscal jefe la defendió.
-Conozco a esta jueza desde hace tiempo y no creo que actúe basándose en su amistad con la familia, en todo caso, lo que está perjudicando a tu hijo es su pasado político.
Estaba abatido por permanecer injustamente encerrado y opté por cometer una medida drástica: realizaría una huelga de hambre. Elegí el seis de diciembre, Día de la Constitución, para iniciarla, y me preparé para cumplir esa dura prueba.
Antes de emprenderla me asesoré con los mejores expertos: los etarras y Grapos. Me dieron varios consejos: beber diariamente, aunque no tuviera sed, entre seis y nueve litros de agua, y realizar el menor ejercicio posible; igualmente recomendaron que renunciara inmediatamente si me resfriaba o cogía la gripe; ignoro los motivos de estas advertencias pero me dispuse a hacerles caso.
En la fecha designada, después de notificar mis intenciones por escrito a los responsables de la prisión, comencé la huelga. Los primeros días resultaron insoportables: únicamente pensaba en comer a toda hora, pero después de la primera semana el estómago se me cerró y no sentí más hambre. Lo más duro fueron las Navidades, pero estaba decidido a llevar a cabo mi protesta y seguí sin probar bocado a pesar de los intentos por hacerme renunciar. Pedía dos cosas para concluirla: mi libertad, pues no existía ni un solo motivo para tenerme encarcelado, o fecha para el juicio oral. Después de un mes sin ingerir alimentos, empecé a encontrarme mal y el juez de vigilancia penitenciaria ordenó mi alimentación forzosa, la que no pudo realizarse debido a mi negativa.
Lo peor ocurrió cuando no quedaba grasa en mi organismo y éste empezó a asimilar músculo; el elegido fue el de la pierna derecha y permanecí cojo durante varios meses. Después de cuarenta y cinco días de huelga de hambre recibí la notificación en donde se anunciaba que mi juicio tendría lugar del 21 al 25 de julio de 2003; viendo medio cumplido mi objetivo, finalicé la medida de presión. En total perdí treinta kilos y sufrí lesiones musculares permanentes, hoy en día, éstas todavía me provocan un entumecimiento en las extremidades y un dolor agudo en invierno que me impide conciliar el sueño.
Pocos días más tarde acudió a verme Juan Carlos Navarro: tenía en su poder la petición del ministerio fiscal. ¡Por fin sabría de qué se me acusaba! En total pedían cuatro años de prisión menor por los siguientes delitos: un año por amenazas, un año por coacciones, un año por lesiones psíquicas y un año por quebrantar la orden de alejamiento. La acusación particular solicitaba once años.

Con la fecha del juicio a la vista, me preparé para afrontar esos días. Faltando un par de semanas para sentarme ante el juez, cometí un error imperdonable: prescindí de los servicios de mi abogado y contraté a otro, José Antonio Prieto Palazón, quien, aunque buen profesional, careció de tiempo material para preparar la defensa.
Una semana antes del proceso acudieron a verme dos fiscales y me hicieron una propuesta: si me declaraba culpable, rebajarían su petición a dos años y así podría salir en libertad el mismo día del juicio, ya que al carecer de antecedentes penales, me aplicarían la suspensión de pena.
-¿Y si la acusación particular se opone? -cuestioné.
-No lo harán, hemos hablado con la abogada y está dispuesta a llegar a este acuerdo.
Se trataba de la segunda vez que pretendían un arreglo para sacarme de la cárcel. No hizo falta pensar mucho mi respuesta, reafirmé mi inocencia y aseguré que no quería pacto alguno con nadie.
-De no hacerlo, se arriesga a una condena superior -aconsejó una fiscal.
-Me arriesgaré. Si me condenan por lo que no he hecho, significa que la justicia española es una bazofia.
Me arriesgué, sí, y perdí la apuesta. Podría explicar todas las irregularidades de mi proceso, pero el lector pensaría que eso es lo que decimos todos los procesados. Podría proclamar mi inocencia, como la mayoría de los condenados. Pero no haré nada de eso, porque ya no tiene sentido. Sin embargo, invito al lector a solicitar al Juzgado de lo Penal número 6 de Valencia las copias del acta del juicio oral: PA 184/03, dimanante del Juzgado de Instrucción número 13 de Valencia, PA 240/02, DP 1747/02, y también el acta del Juzgado de lo Penal número 7 de Valencia, PA 364/04 F, dimanante del Juzgado de Instrucción número 13 de Valencia PA Nº 36/04, y a juzgar por sí mismo las absurdas pruebas que se utilizaron para condenarme.
La mañana del 28 de julio de 2003, un par de días después del juicio, mi nuevo letrado recibió un fax del juzgado en donde se indicaba que en esa fecha yo sería puesto en libertad condicional. Tan pronto mi padre se enteró de esto, visitó al juez para darle las gracias. Lo encontró en su despacho trabajando y preparándose para iniciar las vacaciones; ya habían tratado anteriormente debido a mi situación penal.
-Dejo en libertad a su hijo porque, sinceramente, dudo que exista riesgo para esa chica. No he finalizado todavía la sentencia, pero en todo caso la pena que podría aplicarle no excedería el tiempo que ya ha pasado en prisión. Sólo quiero que le transmita un mensaje: me estoy mojando por él porque pienso que este asunto se ha sacado de quicio, pero... ¡que no se pase un pueblo!
Aquella misma tarde salí a la calle después de más de trece meses en cautiverio.
El reencuentro con los míos fue emocionante, varios amigos acudieron a recogerme y posteriormente me llevaron a casa de mi ex mujer e hija, en donde pasamos una agradable velada. El día siguiente permanecí con mi pequeña: la llevé a visitar tiendas, a pasear y por la noche al cine; minutos antes de la medianoche la dejé en casa con su madre. No hacía ni diez minutos que me había marchado cuando Mati se sobresaltó al oír el timbre de la puerta. ¿Quién llamaría a esas horas? Se asomó por la mirilla y observó a dos hombres de paisano.
-¿Qué desean? -preguntó.
-¡Somos la policía! ¿Se encuentra su marido en casa? Tiene que acompañarnos...
El mundo se resquebrajó a sus pies; mi hija sintió pánico al escuchar la palabra <> y mi ex se pasó más de una hora intentando razonar con los agentes. No sabían los motivos, pero tenían orden de detenerme y trasladarme a la comisaría de Abastos. Un día escaso había durado nuestra felicidad.
Puse el hecho en conocimiento de abogados y me aconsejaron solicitar amparo al Tribunal Constitucional. La pega es que estábamos en agosto y casi todo el mundo permanecía de vacaciones. A los pocos días me llamaron del juzgado de guardia. Acababa de salir una ley para la protección de víctimas de la violencia doméstica y mi denunciante la había solicitado. Tenía que comparecer antes de veinticuatro horas para una vista oral. Intenté defenderme explicando que mi caso no correspondía a violencia de género alguna, pero el secretario judicial fue claro: <<¡O acude hoy o decretaremos una orden de detención!>>. Mi ex se comprometió a acompañarme.
Horas más tarde se celebró la vista y la acusación particular solicitó, por si las moscas, el ingreso en prisión. El interrogatorio practicado por esta letrada y por la jueza versaba sobre mi empleo en Levantina de Seguridad y mi conocida pertenencia a organizaciones políticas de extrema derecha. La magistrado acordó que en veinticuatro horas debería presentarme para conocer su decisión.
Puesto que pensaba irme con mi familia a Segorbe, se convino que comparecería a las once del día siguiente, ante el juzgado de dicha población castellonense.
En las dependencias judiciales observé tan sólo a un funcionario. Al verme, preguntó:
-¿Es usted Juan Manuel Crespo?
-Sí, soy yo.
-Lo estaba esperando.
Aprecié que abandonaba su despacho, entraba en otro anexo y descolgaba el teléfono. Me acerqué a él y agarré el auricular.
-¿A quién va a llamar? -pregunté.
Permaneció callado y noté que miraba de refilón unas hojas de fax.
-¿Qué pone en esos folios? -apremié.
-Son del juzgado de Valencia, ordenan su ingreso en prisión...
No le di tiempo a acabar la frase. Salí pitando del recinto, salté por una ventana de la planta baja y marché a esconderme al monte. Permanecí en rebeldía un par de semanas, acrecentando con ello mi pena. Pero, como era de esperar, finalmente me encontraron. Que nadie crea que puede burlar la persecución policial por mucho tiempo.
La detención fue pacífica, peo en cuanto me metieron en el furgón recibí la mayor paliza de mi vida. Quizá como las que propinábamos mis camaradas y yo a los rojos y antifascistas en otros tiempos. Ahora sé lo que se siente al ser la víctima y no el agresor.
Nada más entrar en la cárcel, inicié una segunda huelga de hambre hasta que alguien diera solución a mi problema.
Durante cuarenta y siete días permanecí sin probar bocado. Los mismos funcionarios afirmaban que lo que estaba ocurriendo clamaba al cielo.
-Tanto cabrón que anda suelto... y a ti, por chorradas, te están jodiendo la vida -decían.
Los presos opinaban igual y los etarras se sorprendieron al volver a verme.
-¿Es que no sabes cómo es la policía española? No te van a dejar en paz; cuando vuelvas a salir aparecerás en cualquier descampado con dos balazos en la cabeza... Ni investigarán. ¡Ajuste de cuentas... y caso cerrado!
Finalicé mi protesta debido a los ruegos familiares, sobre todo de mi madre, que bastante pesar tenía sabiendo que su marido se estaba muriendo por culpa de un cáncer de páncreas que acababan de diagnosticarle.
Por efecto de la huelga de hambre tuvieron que sacarme cuatro piezas dentales... ¡Esta vez a mi organismo le dio por el calcio!
A mitad de la huelga, me llegó la sentencia del juicio: me habían condenado a los tres años y diez meses que solicitaba el fiscal, a la prohibición de volver a Valencia durante cinco años, a dieciocho mil euros en concepto de daños y perjuicios y a otros tantos de multa. Al enterarse, mi padre visitó al juez: el fallo no correspondía a lo indicado.
-Mire, lo siento mucho, pero si usted hubiese visto los informes remitidos por la policía, entendería que no quiera arriesgarme a absolverlo. No obstante, con el tiempo que permaneció en prisión, probablemente salga en tercer grado en cuestión de semanas...
Sigo en la cárcel, así que obviamente eso no sucedió.
La mañana del 31 de diciembre de 2004 hablé con mi padre por última vez. Su salud había empeorado, pero nunca dejó de luchar por mí. Creía en mi inocencia y dejó la vida, literalmente, en defenderme. Pero al final su salud dijo basta. Aquella mañana èl estaba ingresado en la clínica La Salud y aproveché para felicitarlo por las fiestas. Las últimas semanas fueron un continuo trasiego de casa al hospital y del hospital a casa... Deseaba que al menos no sufriera.
Por la tarde del día siguiente telefoneé a mi madre. Al escuchar <>, dije lo típico en esas fechas:
-Mamá, feliz año nuevo.
-¿Es que no te han dicho nada? -dijo suavemente.
Al sentir esa frase imaginé lo peor y aprecié un tremendo nudo en el estómago que me dejó sin habla. Casi sin fuerzas acerté a decir:
-¿Ha pasado algo?
Suponía la respuesta, pero me negaba a creerla.
-Papá ha muerto esta mañana.
Mi padre nunca sintió estima hacia los presos. Lo recuerdo en las cenas despotricando cada vez que acudía a la cárcel a visitara a algún cliente; y de entre los reclusos, a los que odiaba con todas sus fuerzas, era a los etarras. Estoy convencido de que hubiera soltado una sonrisa irónica desde su tumba de haber sabido que decenas de compañeros míos, entre ellos miembros de ETA, me dieron el más sincero pésame cuando falleció. Sabían que era hombre de leyes y padre de un <>, pero eso no fue óbice para que alguno de éstos dejara escapar alguna lágrima furtiva cuando vinieron a darme un abrazo. Así es como funciona el surrealista mundo del <>, en donde, ante el sufrimiento, los malhechores se transmutan en hombres.
Después del segundo juicio aguardé a que la junta de tratamiento me concediera permisos de salida, pero continuamente me los negaban basándose en mi pasado político.
-¡Es qué eres el jefe de los skins! -afirmaban los muy imbéciles.
<>
Por aquellas fechas todo el mundo hablaba de dos libros de éxito: Diario de un skin y El año que trafiqué con mujeres. Un tal Antonio Salas se había infiltrado entre los cabezas rapadas durante un año y había radiografiado fielmente ese mundo que yo había conocido tan bien. Me fascinó leer sus incursiones en locales y lugares que yo mismo había conocido, como los circuitos de Ultrassur en Madrid. Si hubiéramos coincidido en el tiempo, tal vez yo mismo habría sido grabado por su cámara oculta.
Y si Diario de un skin me sorprendió, El año que trafiqué con mujeres me hizo quitarme el sombrero. Por primera vez alguien se atrevía a desenmascarar a Roberto y a mi ex empresa Levantina de Seguridad. Por primera vez un periodista publicaba la siniestra relación entre el mundo de la prostitución y la extrema derecha. Y es que parecía claro que Antonio salas, el autor de esos libros, los tenía bien puestos. El mero hecho de atreverse a entrar solo, y con una cámara oculta, en el local de Levantina de Seguridad, cuando todos los nazis de España lo estaban buscando, demostraba la pasta de la que estaba hecho. Pero una cosa es arriesgar la vida y otra, arriesgar la credibilidad. ¿Se atrevería Antonio Salas a ayudar a contar mi historia? ¿Osaría la editorial Temas de Hoy darle voz al jefe de los skins? ¿Un fascista con un pasado de violencia como el mío, y condenado por un delito de acoso, podría tener derecho a contar su historia?
A lo largo de mi vida he cometido muchos errores, algunos injustificables, y habría sido justo que pagara por ellos, pero la justicia se equivocó y eso no ocurrió. Tengo esperanza de que se revise mi juicio y, si es preciso, vuelva a repetirse; porque es injusto sufrir condena por algo que no he hecho y, encima, que los culpables se salgan de rositas. Pero, si por una de ésas se demostrara que miento y soy culpable, exijo que se aplique la ley hasta el final, sin misericordia alguna. Hace años la justicia erró a mi favor, ahora lo ha hecho en contra.
Soy falangista, sigo creyendo en la belleza del auténtico pensamiento de José Antonio Primo de Rivera, considero que representa la más perfecta expresión de justicia, aunque haya sido manipulado por muchos... pero cada cual es libre de pensar lo que quiera.
Hace muchos años llegué al convencimiento de que por encima de las ideas están las personas que, en definitiva, son las que las hacen grandes. Respeto a quienes saben respetar y a los que no, los compadezco. Mis experiencias en ambientes violentos han determinado que sienta animadversión hacia toda forma de violencia y la considere como la expresión de la incultura más burda.
Entre mis ídolos hay uno por el que siento especial admiración. Se trataba de un hombre de talla menuda, aspecto delicado y miope... ¡Nada similar al típico ídolo ario! Sin embargo, nadie sospechó que con ese aspecto, y sin medios de comunicación a su servicio, sería quien consiguiera movilizar a la mayor cantidad de personas, cientos de millones, en el siglo XX.
Gandhi, sin más armas que sus argumentos, venció al imperio británico y obtuvo la independencia de su patria, la India.
Fue el creador del pacifismo militante, y su lucha, sin una sola pistola, el ejemplo más claro de heroicidad. ¡Porque hace falta tenerlos bien puestos para enfrentarse con las manos abiertas al mejor ejército del mundo! ¡Porque no es sencillo ocupar ciudades defendidas por regimientos con el poder que da la palabra, la razón y la forma de ser!
Anteponer mensajes a fusiles y, encima, conseguir la victoria. ¡Ahí radica el heroísmo!
Puede que yo descubriera eso demasiado tarde. Probablemente me dejé enredar con falsas arengas que incitaban al odio, y lo triste es que muchos jóvenes siguen haciéndolo.
¡Sí, señor! Me gusta Gandhi, admiro a José Antonio y siento muy dentro las estrofas del Cara al sol, que no sólo no tiene ni una sílaba que hable de odio ni rencor, sino que transmite un mensaje de esperanza y paz.
Quizá aquellos que cantan este himno antes de marchar a la <> o después de un partido de fútbol ignoran que están profanando la idea que tuvo el Jefe de crear una organización que avanzara en pos de la Justicia y la igualdad.
Igual desconocen que <> del Magreb y otros, negros como el carbón, entonaron ese mismo himno con orgullo. Puede que con este razonamiento esté perdiendo el tiempo; tal vez no saben siquiera quién fue José Antonio y sus ideas abiertas hacia los sudamericanos, como hermanos de la Hispanidad. Pero si con estas letras he conseguido que tan sólo uno se plantee el uso de la violencia, habré conseguido mi objetivo.